Siempre quise ser hombre. Sí, cuando era adolescente en los 90, admiraba las simpleza y practicidad del sexo opuesto para vestirse, peinarse y poder hacer un pis sin filas o sin baño. “¿Por qué ser mujer no puede ser así de fácil?”, me preguntaba. Y tal vez fue gracias a frustraciones como ésta, que empecé el camino de no dejarme encasillar en un rol heredado, ni intimidar o frenar por la creencia, tan arraigada, de que las mujeres no somos capaces de ser nuestras propias proveedoras. Sin adornos, no recuerdo cuándo me empezó a cagar la idea de depender, y tomé la bandera de la independencia, viviendo en una sociedad tercermundista y, en consecuencia, más machista que el resto.
En la adolescencia, quería estar en la posición de elegir libremente, y me generaba cierto rechazo la figura de ser una Blancanieves más, la que espera (dormida o haciéndose la que duerme, no vaya a ser que el príncipe no sea tan guapo o tan “hombre” como le dijeron) ser elegida. Luego, esto se tradujo en algo que no me enorgullece, una necesidad por competir con los hombres. Confieso que siempre lo he hecho y, si el personaje me gusta, curiosa e inconscientemente, más. Sin poder controlar este impulso, me desvivo por demostrar que “yo también puedo” o que “no lo necesito”.
Ahora bien, habiendo superado con los años esta peleíta interna y a punta de un sobre análisis más agotador que hacer un trámite migratorio, he tenido varias revelaciones mientras hago sesiones de coaching a hombres que se enfrentan exactamente a los mismos retos que yo, pero sin falda ni tacones. (Otro paréntesis aquí es más necesario porque hoy en día hablar de blancos y negros, sin incluir los grises, no hace sentido y sin mucho esfuerzo, puede malinterpretarse. Aquí hablo de mujeres y hombres en el rol clásico/socialmente preestablecido en mi generación. Se que más allá de la orientación sexual, muchos hemos estado salpicados de al menos algún matiz de machismo. Además, mi profesor de escritura me pidió enfrentar un gran reto: decir todo lo que pienso del machismo, en menos de dos cuartillas).
Retomando las revelaciones, pude ver que la libertad que los hombres ganan por un lado, también la pierden por otro. Sí, acceden más fácilmente a ciertos cargos, sueldos y negocios de las “grandes ligas” (en las que alguna vez anhelé competir, pero como los memes de la rana, luego se me pasó), conquistan porque sí a su princesa, la que más les guste; pero no pueden darse el lujo y muchas veces se reprimen, cuando se trata de hacer lo que realmente les apasiona, que puede ser un deseo bien disimulado de autoproclamarse “amos de casa” para cocinar y cuidar a los niños sin las presiones de dinero (me acabo de imaginar la tarjeta de presentación de un CEO de su casa). Y más trillado aún, pero no menos común, si nacieron en una familia como la de Miguelito el de la película Coco, muchos machos no se permiten aún hoy en día: mostrar su lado sensible, llorar con o sin razón válida, o hablar públicamente de sus guilty pleasures.
Al verlos vulnerables y sin ese maquillaje social que no decidieron libremente llevar, rapidito se me quitaron las ganas de querer ser hombre. Me sentí aliviada y privilegiada por no tener nada (permanentemente) entre las piernas.
Me di cuenta de que no se trata de una guerra entre hombres y mujeres, entre víctimas y victimarios, y aunque lo parece, esto no es un ring de boxeo. Por lo que veo en los medios y en las redes, el reto de redefinir los roles en la sociedad, nos compete a todos por igual, sin excepción. Desde mi punto de vista, debe ser una lucha conjunta, (no “independentista”) en la que cada quien como individuo, tiene la chamba de indagar y cuestionarse sus creencias y posturas, vigentes u obsoletas, desechables o reciclables. Suena a trabajo de filósofo ya lo se, pero ¿Existe otra forma de evolucionar?
En fin, es necesario poner sobre la mesa y la cama, que quizás, hasta las más feministas, ¿Todavía tenemos algo de machistas? Estar en contra ataque sólo evidencia que el asunto está incrustado en el disco duro y a nivel inconsciente, aunque en mi caso particular, me cueste tragarlo. El verdadero reto está en reconocer lo más jodido de todo sin culpas, pero con responsabilidad: si estamos medio dormidos o medio despiertos.
Otra revelación que acepto públicamente, para compensar la estela de sermón que dejó el párrafo anterior, la tuve cuando quise enlistar a las personas que más admiro. Los primeros seis eran hombres (carita de OMG). Decidí hacer una pausa activa y pensé: “Esto no hace sentido, Adriana”, me reclamó una voz interior. Entonces, me vino a la mente una lista más extensa, que incluye a las mujeres que me han inspirado en la vida. En ese instante, tecleé: “Soy machista”, y comencé a escribir este artículo.
No soy la única con esta programación epigenética y, por tanto, este dilema. Pero es un hecho que, durante siglos, se ha dado el primer lugar del podio al hombre. Fueron pocos los libros escritos por mujeres que leí en la escuela y la universidad, pocas las heroínas, e historias de héroes a barrer. Es normal que fuera flechada por ellos.
Para cerrar recomiendo, sólo con fines informativos más no culturales, la película francesa de Netflix titulada: I´m not an easy guy. Plantea, en resumen, un mundo dominado por las mujeres, pero exactamente igual al que tenemos hoy, sin equilibrio. Ellas están por encima de ellos, abusan de su vulnerabilidad, pobremente expresada como el “sexo débil”, en un afán de los guionistas por recrear un ring de boxeo idéntico, que sólo intercambia de esquina a los boxeadores. Se puede ver claramente el mensaje de cambio, pero aún sustenta una lucha de poder.
Las historias que hoy abundan en el intento de redefinir el rol de la mujer quizás no son las que más hace falta develar, porque muchas no te llevan a cuestionar y a actuar en consecuencia, desde la verdadera igualdad, la que no distingue entre lo que se ve a primera vista y el fondo, que conoce de géneros. para acercarnos, prefiero hablar desde lo incómodo, que es lo propio y la experiencia individual del ser, tengo esa mala costumbre.
Me pregunto si alguien quiere escribir conmigo este guión: ¿Un mundo donde nadie domine a nadie? Ni al hombre (porque también pasa), ni a la mujer, ni a los perros, ni a los árboles, ni a los peces, ni a las vacas, ni en la cama, ni en el podio. Un mundo donde se respete la vida por sí misma: la esencia de cada uno. Es muy fácil llenarse la boca con estas ideas e imaginar la utopía, pero también se que la fortaleza de muchos es intentarlo, y en cada pasito comprobar, que el que persevera, vence.
Sería tan fácil como “coser y cantar”, dice el refrán, pero, después de todo, ¿Coser es cosa de mujeres?, y cantar, al unísono una misma canción, pocas veces ha sido, hasta ahora, cosa de los seres humanos.