El peso de su mirada

Pienso en el impacto que tiene y en lo poco que se comenta (ante el auge del crecimiento y bienestar personal), el hecho de sentirnos observados por alguien más, por nosotros mismos o quizás por un ser místico. Para sumergirnos juntos en la idea, piensa por unos segundos en alguien que tiene o tuvo la expectativa de que hicieras algo o fueras de alguna manera. ¿Cómo te hace o te hizo sentir tenerlo como un observador en tu vida? Si la respuesta es algo similar a: presionado, controlado, poco valorado, incapaz, incomprendido o frustrado, sigue leyendo, este post es para ti.

El filósofo moderno Friedrich Nietzsche dedicó su vida y obra a reinterpretar y, de alguna forma, a oponerse al mayor de los observadores. No tuve la suerte de poder preguntarle, pero voy a osar asumir que en su intento de ayudarse a sí mismo, causalmente nos dejó un gran legado. Ese gran observador, que algunos llaman Dios, es una referencia perfecta para efectos de lo que quiero expresar. Llama mi atención sobre la necesidad, aún vigente, de quitar el velo y volver a rebelarnos ante lo que hace 100 o 200 años, 2,000 o 2,500, no éramos aún capaces de comprender.

Esa figura, desde mi perspectiva creada a imagen y semejanza del hombre (borracho de poder, juicio y castigo) en su versión más distorsionada, ha sido capaz de inspirar el más profundo rechazo en muchas de las mentes brillantes con las que me he topado últimamente (y nos los culpo, en su lugar y época, hubiera hecho lo mismo).

Reflexionando desde el futuro (2020), creo que el principal problema radica en lo lentos y resistentes (por no decir tercos y miedosos) que en esencia somos los seres humanos para confiar, decidir ver más allá de nuestra propia fragilidad y limitación terrenal, y en consecuencia, evolucionar. Este conflicto existencial ha generado una cantidad de libros, aforismos y batallas de todo tipo y tamaño entre quienes por alguna razón que comparto, nos resistimos fervientemente, no al cambio, sino a creer que la respuesta está fuera de nosotros.

De cualquier forma, la mala noticia es que situados en cualquier extremo (creer o no creer en alguien que decide lo que nos merecemos o bien culpar a otro de nuestra mala suerte), implica que el resultado están fuera de nuestro control y responsabilidad, llevándonos exactamente al mismo lugar: la impotencia o la resignación. A partir de esta premisa se desencadenan actos, sentimientos y guerras imposibles de cuantificar y por ende, inútiles de intentar cambiar.

Entonces, ¿Dios me observa y me ama o me ignora y me castiga? Vaya duda la que se nos puede presentar en el mayor juego de “teléfono descompuesto” jamás jugado. Una confusión de ese calibre no puede ser de carácter divino, es tan humana en sí misma, que con dos milímetros más de análisis, no hace falta ser un genio para descifrar la obviedad implícita en la intención de los autores de la invención del humanizado “Dios” o de la creencia en la buena y la mala suerte: el control.

Desde el punto de vista de la observación, más allá del ámbito religioso o su opuesto, indaguemos con una copa más de teoría. La física cuántica y los impresionantes avances que están ocurriendo en este campo en los últimos años, nos intentan demostrar que simplemente existimos y reaccionamos por el hecho de ser observados por algo o alguien. Los expertos aseguran que la energía y la materia ya no son dos cosas sino una misma, que muta o modifica su comportamiento en el momento en que es expuesta a un foco de luz o a distintos estímulos ambientales y/o emocionales, que se mire desde donde se prefiera, es probable que se llegue a la misma conclusión: la energía es información en constante transformación. Ni se crea ni se destruye.

Bruce Lipton, autor de Biología de la creencia (Biology of belief), experimentó a nivel microscópico con células idénticas y las expuso a distintos estímulos externos para observar su comportamiento. ¡Voilá! El gran referente sobre el concepto de la Epigenética, logró comprobar científicamente (aunque deben haber otros en este momento intentando buscar el error en su teoría) que el ambiente, más allá de la genética per se, tiene un impacto importantísimo (por no decir incuestionable) en la mutación celular, la generación de estrés o enfermedades. Es “información” lo que se transmite, y esa información se crea a partir de decisiones conscientes o inconscientes que tomamos las personas (regresando el boomerang directamente a nuestro poder de transformación individual y colectivo). Y desde el impacto positivo, la percepción del individuo y la realidad que éste crea a partir de dichos estímulos, es lo que determina e influye notablemente en el resultado esperado (la idea de felicidad, paz o abundancia).

Traducido a lo que nos compete aquí, este cóctel de palabras hará sentido si partimos de que estamos hechos de átomos y de millones de células que reaccionan y cambian su comportamiento según a lo que, por diversas causas, nos exponemos. Si estamos de acuerdo en que nuestra calidad de vida está sujeta a la percepción que tenemos de lo que vivimos, mentes de cualquier ideología, podrían encontrar el punto de convergencia. Suena lógico si utilizamos la lupa de la razón, pero esto significa lo contrario a lo que muchos otros han defendido durante siglos y sería utópico pensar que el consenso nos llegue a distinguir como especie algún día. Pero en lo personal, me gusta jugar a la utopía.

Lo que considero más excitante de estos hallazgos cuánticos es que vuelven (¡Gracias a Dios! y valga la expresión) a integrar millones de ideas aisladas y desplazadas históricamente y a conveniencia del peso y los límites de quienes posaron sus miradas sobre ellas. Construyendo sobre esta premisa, la buena noticia es: Aunque traemos una carga que puede parecer pesada y no voluntaria en nuestro cuerpo, mente y con su permiso, nuestra alma, es posible decidir “vernos” y “ver” lo que nos tocó experimentar, desde una perspectiva diferente, con amplia libertad para evaluar qué queremos hacer con esto.

La relación entre  lo que creemos y decimos que somos, sumado a por quiénes nos sentimos observados, es fundamental en la “suerte” aparente de cualquier persona. Limita o abre posibilidades. Si no aclaramos las bases, la vida se acerca a un show de malabarismo deslumbrante e inconsciente para poder “gestionar” a golpes y tropezones el peso de las miradas.

Identificar y desenmascarar a nuestros observadores en un acto consciente, consiste en aceptar nuestra influencia y responsabilidad en todo lo que nos ocurre y vemos en el espejo. Aplicarlo en la práctica sin demasiada abstracción, a través de un método efectivo y práctico, es mi misión por estos lares. Estos observadores pueden ser un grupo de personas (pareja, seguidores, sociedad, amigos, familia, equipo de trabajo), una persona específica a la que decidimos atribuirle gran poder y, usualmente con mayor influencia, los jueces más despiadados: nosotros con nosotros mismos.

Mientras más autoridad les otorgamos (más o menos cercanos o lejanos, vivos o muertos), más probabilidades tenemos de sentirnos fracasados, decepcionados o poco valorados, porque olvidamos que ese observador nos evalúa y juzga desde su propia experiencia, sus virtudes y también desde sus mayores miedos y carencias.

Para muestra, el botón de “me gusta” o la opción de comentar sin ninguna clase de filtro ético o moral, que aumentan el riesgo de dependencia y adicción a alimentar a nuestro ego con dosis de aprobación o desprecio. En muchos casos, de una audiencia que utiliza la “pantalla” para ejercer su propia versión de “dios” borracho de poder y castigo. Es en este punto en donde me río sola pensando, ¿Qué dirían Nietzsche o Sócrates si pudieran presenciar el enredo en el que nos metimos con la tecnología y el mundo virtual?

Aunque insistamos en lavarnos el cerebro con frases positivas y aparentemente liberadoras, percibo que no hemos sido capaces de trascender y reconocer lo que implica escapar del yugo de ser observados, independientemente de si vive y duerme en casa o si se encuentra al otro lado del mundo.

Una de las claves para comenzar a desmontar este teatro es indagar, con paciencia infinita, historia por historia, ¿Cuándo intentamos cumplir lo que otros esperan de nosotros? (y esto nos genera sentimientos “negativos”). La misión es darle un giro a nuestra percepción sobre el asunto. Esto suele requerir de ingredientes que solemos evadir de maneras tan ingeniosas que no dejo de sorprenderme, hasta conmigo misma. El primero, es el tiempo para detenernos a cuestionar nuestras intenciones y razones antes de actuar o reaccionar.

Como de costumbre, voy a usar mi experiencia como ejemplo (para cumplir el objetivo personal de jamás ser observada como gurú en estos temas).

¿Soy espiritual? … A estas alturas mi ego diría que sí. Lo interesante, y lo que detona el impulso de escribir este artículo, es una anécdota que pone en evidencia que el “trabajo” emocional para desmontar observadores y ganar consciencia y madurez, se equipara al físico (hay que ir a gimnasio al menos par de veces por semana para no perder el camino ganado). Quien asegure tenerlo resuelto y presentarse como maestro sin reconocer sus propias batallas internas, sólo levanta una gran sospecha ante mi mirada.

En una conversación social sobre mi experiencia como peregrina en el camino de Santiago, una persona me llamó “poco espiritual”. Desde su realidad, decidir pagar un “alto precio” para hacer el camino más cómodo, quedarse en hostales en vez de albergues o trasladar el equipaje en vez de llevarlo sobre los hombros, es la causa de que “se haya perdido el verdadero sentido del camino y de la peregrinación”, dando un valor superior al aclamado sacrificio. Véase el peso de mi mirada ante el juicio emitido.

Esta opinión me impresionó (y me molestó) porque no tengo otra experiencia personal más espiritual que esa, independientemente de la “comodidad” con la que la viví. El estado mental contemplativo y la inspiración a los que accedí caminando tantos días y kilómetros, es un logro invaluable. Lo relevante ocurre cuando me atrapo en este texto justificándolo… y no queda más remedio que reconocer que su observación y juicio me calaron hasta los huesos.

Los observadores pueden llevarnos a una posición de defensa u ofensa, pero siempre es una elección.

La historia termina con el silencio como respuesta. Me levanté de la mesa unos minutos y volví a integrarme con la consciencia de que algo debo de seguir trabajando en lo personal. En el fondo fondo, es probable que también me juzgue en algún lugar bien tapadito por permitirme ciertas “comodidades” en la vida e intentar escapar fallidamente de la idea tan arraigada del sacrificio como algo “bueno”. Ese trabajo no puede hacerse en caliente, pues casi siempre toca dejarlo reposar unos días llegar a  este tipo de conclusiones.

Es decir, la vuelta que nos recomiendo dar cuando identificamos a un observador que nos saca de nuestras casillas, no es alrededor de sus limitaciones o creencias, no. El verdadero trabajo es hacia nuestra sombra, que simplemente nos habla a través de ellos. Si logramos verla con unos minutos de “break” sin añadir más juicio y culpa, es una gran victoria, nos moverá hacia delante y quedará el aprendizaje. De esta forma, el ataque no es posible, solo la comprensión y el perdón (propio o hacia los demás, que es lo mismo).

Me desnudo ante “tu mirada” sólo con la intención de que reconozcamos juntos el peso que conlleva ser humanos. Y ojalá algún día, paso a paso, logremos vivir más ligeros, jugando a ser adultos y observando lo que sí podemos influir y controlar, que está muy lejos de ser “la gente”.

Quizás esa sea la idea detrás de vivir en la levedad del ser (a la que Milan Kundera también llamó: insoportable).

Hasta pronto. Les regalo unas frases de Nietzsche como la cereza de este pastel de palabras.

  1. Cuanto más nos elevamos, más pequeños parecemos a quienes no saben volar.
  2. Yo no creería más que en un dios que supiese bailar.
  3. La vida misma es la voluntad de dominar.
  4. Toda convicción es una cárcel.

ar.

 

 

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