El amor es un instante.
Ese momento inefable, ansiado y reconocible que da sentido pleno a la muerte. La convierte en un amigo más, al que es posible abrazar como se abraza la vida y tomar una copa de vino en su compañía.
Yace el amor en un santiamén, saluda y se despide en la inmortalidad de su soplo inextinguible.
La vida es, entonces, la carrera contra reloj para tropezarnos queriendo o sin querer, con el amor captado en una fotografía atinada. A sabiendas de que después del clic y del flash que nos cegó por un segundo, morimos satisfechos, con una sonrisa visible en el alma.
Milan Kundera vivió uno de esos instantes con el gesto curioso de la mano que levantaba Agnes y escondía una historia digna de ser contada. Su inmortalidad no está en la obra maestra. La encontró al haber decidido (consciente o no) presenciar y reconocer el amor en esa escena de la piscina, en esa mujer extraña. Tuvo permiso de quién sabe si Dios o su propio reflejo, para conectarse con lo divino y crear allí, sin tiempo ni espacio descriptibles, una historia de amor. Pudo ser una casualidad, poética o de cualquier otro tipo, da igual, porque amó.
Ayer morí en paz por una estrella fugaz. Sonreí esta mañana, aparentemente viva, flotando sin cuerpo, sumergida en el recuerdo del brillo de sus ojos.
Después de reencontrarme con ellos, conmigo (que es lo mismo) – Una tarde cualquiera, reconocí el gesto, que quizás me lleve a escribir una obra o simplemente se guarde en la galería de instantes de amor y muerte, en México.